Juan
José Tamayo
Nunca ha habido unanimidad en
torno al aborto en el cristianismo. El tema ha sido objeto de un amplio e
intenso debate a lo largo de su historia bimilenaria, que se ha caracterizado
por una pluralidad de planteamientos, actitudes y prácticas conforme a las
concepciones antropológicas de cada época y de las escuelas de pensamiento. Ha
habido tendencias tanto contrarias como favorables al mismo, sin que se
identificaran las primeras como propias del cristianismo y las segundas como
anticristianas. Unas y otras coexistían y podían defenderse sin exclusiones.
Durante varios siglos, la teoría predominante
en la Iglesia, bajo la influencia griega, fue la de la hominización tardía o la
animación del feto, seguida por los más prestigiosos teólogos medievales e
incluso modernos. Según esta teoría, el feto era informado por el alma a los
tres meses del embarazo. Hasta entonces no había propiamente vida humana, sino
solo vegetativa primero y animal después. Por eso, el aborto de un feto durante
las doce primeras semanas no sería homicidio, infanticidio o asesinato, al no
estar “animado” Algunas teorías, siguiendo cálculos machistas distinguían entre la animación del feto
masculino y el femenino, adelantando la primera a los cuarenta días y la
segunda a los noventa.
El teólogo alemán Karl Rahner (1904-1984)
afirmaba que ningún teólogo podía probar que la interrupción del embarazo es, en cada caso, un
asesinato. Me parece una opinión más sensata y razonable que la defendida por
el magisterio eclesiástico actual que califica el aborto de asesinato en todos
los casos, sin tener en cuenta las circunstancias del mismo y los plazos en que
se realiza.
Hoy sigue existiendo un amplio pluralismo
en torno al aborto entre los cristianos y cristianas, como existe en la
sociedad. Pero hay una diferencia en relación con el pasado: la jerarquía
eclesiástica ha impuesto el pensamiento único dentro de la Iglesia católica y
no solo no respeta a quienes disienten de ella en esta materia, sino que los acusa
de enemigos de la vida, e incluso de asesinos.
Los obispos se consideran
defensores de la vida y crean o apoyan organizaciones “pro-vida” para defender el
feto. No voy a condenarlos por sus ideas, como hacen ellos con quienes tienen
planteamientos diferentes a los suyos. Pero sí quiero decir algo que debería
llevarlos a enrojecer o, al menos, a reconocer su incoherencia. Ponen todo el
celo del mundo en defender la vida de los no-nacidos, la vida del feto, desde
el momento de la concepción, hasta minusvalorar la vida de la madre. Por lo
mismo predican la fe en la vida en el más allá después de la muerte. Pero no
veo tanto celo, por no decir ninguno, en defender la vida de los nacidos, sobre
todo de quienes la ven amenazada a diario: mujeres maltratadas, violadas, asesinadas,
millones de seres humanos que viven con menos de un dólar diario y cuyo destino
es una muerte prematura, niños y
las niñas que mueren de hambre,
gente que fallece en las pateras, etc. Defienden la vida antes del nacimiento y después de la
muerte, pero no defienden la vida de los empobrecidos ni denuncian la muerte de
los pobres y las causas que las provocan. Actuando así, ¿no están dando la
razón a Marx que calificaba a la religión como “opio del pueblo”?
He visto a los obispos españoles
participar en manifestaciones y pronunciarse en sus pastorales y sermones contra
el aborto, el divorcio y el matrimonio homosexual, a favor de la enseñanza de
la religión en la escuela y contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía.
No he visto, empero, a obispos participando en las manifestaciones contra la
violencia de género, como hacen muchos ciudadanos y ciudadanas cada vez que se
produce un feminicidio. Organizan concentraciones en defensa de la familia
cristiana –patriarcal-, pero se olvidan de que en más de un millón y medio de
familias españolas todos los miembros en edad de trabajar están en paro.
La condena del aborto por los
obispos cuenta ahora con el respaldo del Gobierno del Partido Popular que, bajo
la dirección política de Ruiz Gallardón, está llevando a cabo los más graves
atentados contra la dignidad de las mujeres, cuales son interferirse en su
conciencia, imponerles su voluntad y negarles el derecho a decidir, inherente a
toda persona. Además se muestra inmisericorde ante el sufrimiento humano hasta
impedir la interrupción del embarazo en los casos de malformación del feto. Y todo esto por ley. ¡Mayor inhumanidad,
imposible!”.
Si el ministro quiere ser fiel a
la moral católica, debería ser consecuente y prohibir el aborto por ley en todos
los supuestos. Pero es muy propio de Gallardón poner una vela a Dios y otra al
diablo. Aunque en este caso no se sabe quién es Dios y quién el diablo. Quizá
el carácter manipulador del ministro de Justicia haya invertido los papeles. Lo
cual no demuestra astucia, sino cinismo en grado sumo.
Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las
Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro es Invitación
a la utopía. Estudio histórico para tiempos de crisis (Trotta, 2012)
(EL PERIODICO DE CATALUNYA, 26 de septiembre de 2012)
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