Interferir, por ley, en la conciencia de las mujeres es propio de un Estado totalitario
Federico Mayor Zaragoza y Juan Jose Tamayo
Demuestran una grave incoherencia quienes –sean
instituciones o personas- condenan el aborto con la misma vehemencia con que
defienden la pena de muerte, propician la confrontación bélica o permanecen
impasibles ante el genocidio colectivo, por hambre o desamparo, de más de
60.000 personas mientras se invierten en la seguridad de unos pocos –menos del
20% de la humanidad- 4.000 millones de dólares diarios en armas y gastos
militares.
En
el tema del aborto lo que debemos considerar no es solo la dimensión biológica,
sino también la antropológica. Para intentar establecer cuándo comienza la vida
humana, lo primero que debe precisarse es qué se entiende por “vida” y por
“humana”. Porque si por vida se entiende la capacidad de sobrevivencia autónoma
y por “humana” la aparición de las cualidades propias de la persona, la
cuestión se situaría, desde luego, en una etapa ulterior a la fecundación, e
incluso del nacimiento. En la especia humana, una parte considerable del
desarrollo neuronal tiene lugar después del nacimiento.
No
se trata solo del “derecho humano a la vida”, sino a una “vida digna”, es
decir, de seres humanos dotados para el pleno ejercicio de las facultades
distintivas de su condición. Es, pues, un gran disparate, propio de la
incompetencia y de la irresponsabilidad de quienes toman decisiones que afectan
a toda la ciudadanía, que se prohíba la interrupción del embarazo en casos de
malformación del feto. Identificar
anomalías de esta naturaleza –que, si llega a nacer, serán irreversibles-
y exigir a la madre terminar una gestación que, muy probablemente, concluiría
con graves riesgos para la vida de la progenitora, es una irresponsabilidad política que la ciudadanía no puede permitir y
contra la que debe rebelarse.
En
el proceso de embriogénesis carece de sentido aseverar que el principio y el
producto son la misma cosa, que la semilla es igual al fruto y que la potencia es igual a la realidad. El cigoto
posee el potencial de diferenciarse escalonadamente en embrión, pero no la
potencialidad y la capacidad autónoma y total para ello. Anticipándose al
debate actual sobre esta cuestión, Pedro Laín Entralgo escribía en El cuerpo humano (1989): “El cigoto humano
no es un hombre, un hombre en acto, y solo de manera incierta y presuntiva
puede llegar a ser un individuo
humano”.
Los
científicos –rodeados de interrogantes, más que de respuestas- no pueden
adoptar posiciones dogmáticas en campos de múltiples irisaciones conceptuales,
y menos aún en los que entran de lleno las cuestiones filosóficas y teológicas.
Por lo mismo, como Juan Pablo II tuvo ocasión de proclamar con toda claridad en
referencia a Galileo, no corresponde a las autoridades eclesiásticas pronunciarse
sobre temas propios de la ciencia. La misma actitud debe exigirse a las
autoridades políticas. Sin embargo, ni unas ni otras suelen cumplir dicha
indicación.
En
un tema social, legal y humanamente tan complejo como el del aborto, lo mínimo
que se exige es la coherencia. Lo más importante es eliminar las circunstancias
que inducen a abortar, porque la realidad se venga cuando no se la reconoce.
Hay que evitar un nuevo tipo de discriminación: el del “turismo abortivo”, que
practican las personas adineradas, frente al aborto clandestino, lleno de
riesgos y de humillaciones, de las mujeres que no disponen de recursos.
A
la conciencia, el compromiso social y la voluntad política debe unirse la
competencia profesional. Las múltiples facetas que recubre un tema tan complejo
(prevención, educación, rehabilitación, integración, etc.) requieren un
planteamiento interdisciplinario, con una secuencia bien ordenada de acciones
de acuerdo con los criterios de prioridad que, según el relieve, la urgencia y
la irreversibilidad relativa de los diversos casos, se establezcan.
“La
diferencia entre los políticos y los estadistas –escribió Sir W. Liley-
consiste en que los primeros piensan en las próximas elecciones y los segundos
en las próximas generaciones”. Asegurar la calidad de vida con todos los
conocimientos científicos es, pues, una acción esencial del Estado. Esto es lo
que se ha logrado con el Plan Nacional de Prevención. Por el contrario, imponer
por ley una vida de sufrimiento e inhumanidad a las personas que nacerán con
graves discapacidades, a sus familias y cuidadores; interferirse, por ley, en
las conciencias de las mujeres hasta violentarlas; no respetar su derecho a
decidir en cuestiones tan personales, íntimas y decisivas para su vida como es
la maternidad e imponérsela por decreto es propio de Estados totalitarios. Eso
es precisamente lo que hace el proyecto de Ley de Protección de la Vida del
Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada.
Si
a esto se añade la complicidad con la jerarquía católica española y con las
asociaciones autodenominadas “Provida” que, tras presionar de múltiples formas durante
la preparación de la ley, han aplaudido inmediatamente su aprobación por el
Consejo de Ministros –como antes hicieron con la Ley Orgánica de la Calidad Educativa,
que impone la asignatura de religión
como evaluable-, e incluso quieren que sea todavía más restrictiva, estamos
ante un Gobierno de tendencias claramente confesionales de carácter
nacional-católico, que va a imponer a la ciudadanía una moral privada regida
por la religión, y no una ética laica, común a todos los ciudadanos. ¿Qué
sucede, entonces? Que, con esta ley, el Gobierno considera delito lo que los
dirigentes eclesiásticos califican de pecado y, en consecuencia, penaliza a los
médicos con la cárcel. ¡Algo inconcebible en un Estado no confesional!
Los
obispos defienden la vida, es verdad, pero la vida del no-nacido y la vida después de la muerte. Sin embargo, no vemos
tanto celo en la defensa de la vida de las personas ya nacidas, sobre todo la
de quienes la ven amenazada día a día, especialmente las mujeres víctimas de
feminicidio. Mucho nos tememos que esa va a ser la actitud del Gobierno si
lograra aprobarse la ley ahora en proyecto. A los hechos nos remitimos.
La
complicidad entre obispos y Gobierno de la Nación empero, no es de todos los
católicos, sino de los dirigentes episcopales, que solo se representan a sí
mismos. En el seno del catolicismo existe un amplio pluralismo ideológico en este
tema, y numerosos colectivos católicos defienden la vigente ley de plazos que ahora
se pretende derogar, y se oponen a la ley de Ruiz-Gallardón, que es contraria a
la libertad de conciencia y trata a las mujeres como menores de edad al no
reconocerlas como sujetos morales capaces de decidir por su cuenta.
Lo
que estas reflexiones pretenden es evitar que la ley sea aprobada por la
mayoría parlamentaria absoluta que actualmente permite al Parlamento español
adoptar normas que la mayoría de los ciudadanos rechazan, ya que implica un
nuevo recorte de los derechos humanos, quizá el más grave de todo, cual es el
derecho de las mujeres a elegir libremente la maternidad y hacerlo en tiempo
oportuno, sin coacciones externas, y menos del Estado, que debe velar por el
ejercicio de ese derecho, en vez de negarlo y obstruirlo como hace este
proyecto de ley. Hay que impedir que se consume otro recorte de los derechos de
las mujeres, que se suma a los que el Gobierno del Partido Popular viene llevando
a cabo desde su toma de posesión hace
dos años.
Federico
Mayor Zaragoza es presidente de la Fundación Cultura de Paz y Juan José Tamayo
es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la
Universidad Carlos III de Madrid.Fuente: http://elpais.com/elpais/2013/12/26/opinion/1388082976_575279.html
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