El debate en torno a la laicidad y a la definición de Estado laico cobra cada vez mayor vigencia debido a la cada vez mayor diversidad social y a la presencia de nuevos elementos culturales que aportan quienes, procedentes de otras culturas y lugares, vienen a asentarse entre nosotros. La diversidad de religiones y de herencias socioculturales nos hace volver una y otra vez a cuestiones como la laicidad que ni mucho menos están resueltas, menos aún en un país con una historia y tradición religiosa como la nuestra.
La cultura de los pueblos está recorrida por tradiciones religiosas más o menos arraigadas, por lo que es especialmente pertinente que los que nos reclamamos de una determinada tradición abordemos el tema desde un punto de vista no defensivo ni interesado.
El Estado, como garante de los derechos, debe de garantizar antes que todo la libertad de conciencia frente a cualquier amenaza y como consecuencia debe huir del favoritismo ante cualquier doctrina o creencia religiosa en detrimento de las demás. Debe vigilar también los brotes fundamentalistas que desde cualquiera de ellas pudieran surgir y su impacto en los derechos civiles del conjunto de los ciudadanos y ciudadanas.
La libertad de conciencia genera pues una pluralidad de creencias que en el ámbito público han de relativizarse, cualquier intento moralizante ha de perder valor universal en un contexto laico. Esto es, el espacio público, si se mira desde la óptica de la libertad de conciencia, no puede ser otro que un espacio público secularizado.
Esto no quiere decir que la moral pública no esté impregnada de elementos culturales y religiosos propios de un determinado entramado cultural, lo que resulta definitivo es que ya no puede ser definida por ninguna jerarquía religiosa que interprete una doctrina concreta ni admite ya intermediación eclesial alguna.
Los legisladores y funcionarios públicos están en su derecho de tener sus creencias personales pero no deben ni pueden imponerla al conjunto de la ciudadanía. Ni unos ni otros están en sus puestos a título personal sino ejerciendo una función que debe responder al interés general.
El Estado laico es central para la defensa de las libertades civiles y de los derechos, nuevos y viejos, existentes o generados por las nuevas situaciones sociales cambiantes, como es el rol de las mujeres en las diferentes sociedades de nuestros días.
Estado laico significa, como señala Blanca Varela, que iglesias y Estado están realmente separados y este no es sólo aconfesional y “neutral” sino que vela para situar las creencias en el ámbito privado. Savater argumenta: “la laicidad consiste en la separación entre dos ámbitos: el terrenal y el íntimo, donde el primero se vincula a aprendizaje, normas y garantías compartidas socialmente, y el segundo con las creencias personales e individuales.”
Estado laico significa también que las religiones se someten a las leyes comunes sin privilegios educativos o tributarios de ninguna clase. El Estado democrático es necesariamente laico, no puede reconocer ninguna creencia. Las religiones basadas en creencias e imposición de dogmas son por sí mismas son de índole poco o nada democrático.
Al tiempo que el debate en torno al Estado básico es absolutamente relevante, ocurre en nuestras sociedades un fenómeno muy relacionado con esta situación y es la presencia y el auge de determinados fundamentalismos religiosos y su impacto en la vida social y política.
Uno de los momentos de fuerte repunte de los fundamentalismos podemos situarlo en los años 90 cuando se producen los debates en Naciones Unidas en torno a las libertades de las mujeres, especialmente a todo lo que hace referencia a los derechos sexuales y reproductivos. Desde ese momento se articula toda una ofensiva, por parte de los representantes de dichos fundamentalismos, para interceptar los avances en derechos conseguidos por las mujeres y expresados en las agendas de Cairo y Beijing. El reclamo que las mujeres hacen de los derechos sexuales y reproductivos conlleva la exigencia a los Estados de respetar y hacer respetar la autonomía personal de las mujeres en relación a la sexualidad y la reproducción, sin cortapisas ni intrusiones. A esto responde la batalla por la titularidad de dichos derechos que algunos pretenden anteponer a la de las propias mujeres.
Frente a este estado de cosas, la necesidad de un Estado laico fuertemente arraigado es una tarea prioritaria en la agenda política de las mujeres. Este Estado va a necesitar y necesita una sociedad civil consciente y preparada para rescatar sus derechos, unas veces de los poderes religiosos, otras, de los poderes de los mercados y los medios de comunicación, otras, de los poderes públicos contaminados de ideologías e intereses contrarios a la libertad y autonomía de las y los ciudadanos.
La red de Católicas por el Derecho a Decidir está empeñada desde hace tiempo en la batalla de incluir en la agenda política de las mujeres el debate por la laicidad, participando de cuantas oportunidades se nos presentan para enfatizar la necesidad de este debate, pues consideramos al Estado laico el único garante para el ejercicio de nuestros derechos, especialmente de los que hacen referencia a la sexualidad y a la reproducción. El reconocimiento de estos derechos debe darse en un marco de objetividad, información y contraste de opiniones sin prejuicios y eso exige la no injerencia de las iglesias en el espacio legislativo, sin menoscabo de su aportación al debate.
Las iglesias pueden y deben encontrar su lugar en la sociedades democráticas y laicas pero éste nunca será un lugar asentado en desigualdades y privilegios deslegitimadores de los consensos civiles morales, sino una posición en equidad junto a otras posiciones y en franca búsqueda de la armonía social y el bien común.